El origen de Jace: Mentes ausentes



Jace se encontraba al pie del último tramo de escaleras.
Su familia vivía casi en lo más alto del anillo mágico que los lugareños conocían como el cruce de Silmot, en la aglomeración de apartamentos habitada por los mineros de maná más pobres del anillo. Sus padres y él tenían que pagar para usar los desvencijados ascensores o enfrentarse a los veintitrés tramos de escaleras cada vez que regresaban a casa. El dinero escaseaba, así que Jace había decidido subir a pie.
Ya había recorrido veintidós tramos. Solo quedaba uno.
Ilustración de Chase Stone
Ahora que estaba tan cerca, empezó a dudar. Iba a meterse en problemas, seguramente en cuanto abriese la puerta, incluso si creía que no había hecho nada malo.
Quita, palurdo.
Un hombre enorme lo apartó de un empujón.
Jace no pudo evitar devolverle el sentimiento.
El dichoso crío de los Beleren...
Jace por fin llegó al final de las escaleras. Respiró hondo y entró en el apartamento.
Su hogar.
Allí estaba su padre, sentado a la mesa de la cocina con el ceño fruncido. Gav Beleren, con su aspecto mugriento y su calva incipiente, miró a Jace con poco más que tedio.
Ojalá fuese normal.
Los pensamientos de su padre seguían el hilo habitual.
―He recibido un aviso del colegio.
A Jace no le sorprendió que la noticia llegase a casa antes que él. Las ilusiones no tenían que subir escaleras y él tampoco se había apresurado al volver. Su padre le indicó que se sentase.
―¿Me explicas qué ha pasado?
Jace se sentó, se encogió de hombros y se quedó mirando para la mesa.
―No querrás que te expulsen, ¿verdad? Los estudios pueden sacarte de aquí y darte una vida mejor.
Una vida mejor que la mía. Siempre pensaba en lo mismo.
―Lo sé ―dijo Jace.
Pues no lo parece.
―Solo quiero saber si lo has hecho. Que me lo digas tú mismo.
Jace siguió con la mirada fija en la mesa.
Le habían puesto un examen de dinámica del maná repleto de preguntas que no sabía contestar. Creía que había estudiado y que estaba preparado, pero en cuanto leyó el examen, se quedó totalmente en blanco. Pero de pronto, las respuestas... acudieron a su mente. Conocía las fórmulas. Demostró lo que sabía. Respondió a la perfección y estaba seguro de ello.
La cuestión era que solo había acertado en parte: estaba preparado para el examen, sí... pero algunas de las preguntas tenían trampa. Se suponía que no debía responderlas bien. Se suponía que debía contestar lo mejor que pudiese para demostrar que entendía los conceptos básicos. Sin embargo, él sabía demasiado.
―No lo sé ―dijo.
―¿Cómo que no lo sabes? ¿Qué narices significa eso? ¿Has hecho trampas o no?
―No. Solo... sabía las respuestas.
―Me han dicho que has resuelto una ecuación de presión manamétrica de seis nodosmentalmente. Si es verdad, tendrías que estar supervisando a un equipo de control, no yendo a clase.
―A lo mejor sí ―respondió Jace con un poco de desdén.
Se había pasado de la raya. Su padre dio un puñetazo en la mesa.
―Andando a tu habitación. Ya hablaremos de esto cuando llegue tu madre.
Jace se levantó y fue hacia la puerta de casa.
―¿A dónde vas?
¿Por qué nos lo pones todo tan difícil?
―A fuera. ―Y se marchó corriendo antes de que su padre lo detuviese.
Corrió escaleras arriba, alrededor de la curva del anillo, hasta la cima, incluso más allá del puesto de control. Se abrió paso entre la multitud. Los pensamientos ruidosos y deprimentes de la gente se mezclaron con los suyos. Subió por una escalera que conducía a una trampilla de acceso (que los civiles no deberían conocer) y llegó al techo de la inmensa estructura que llamaba hogar.

Ilustración de Jaime Jones

Estaba decenas de metros por encima del valle que formaban las oxidadas placas inclinadas del exterior del anillo. El viento batía su abrigo y mecía su bufanda enrollada en el cuello. Allí arriba, lejos de las zonas residenciales del anillo, Jace podía meditar sin que lo interrumpiesen. Los pensamientos de la gente eran ecos lejanos y lo único que oía era el sonido del viento.
Por encima de él estaba el aro del anillo guía; medía fácilmente unos doce metros de ancho, pero era minúsculo en comparación con el propio anillo. Jace bajó con cuidado por la superficie curva y se sentó cerca del borde por la cara a barlovento. Notó el vértigo y disfrutó de la sensación, porque sabía que la había tenido él. La gente caía a veces, pero por lo general, otras personas conseguían salvarlas. Por lo general.
La línea de los anillos mágicos se extendía a lo lejos y describía una curva elegante. En la parte inferior había tres anillos conectados unos con otros que formaban un canal: el cruce de Silmot. Los anillos cercanos también habían adoptado el nombre. La elegante curva de los anillos continuaba más allá del cruce y atravesaba la franja plateada del río Gorrión, ya que seguía otro tipo de corrientes.
En alguna parte por detrás de Jace estaban las enormes centrales recolectoras de maná, que canalizaban la energía por la red de anillos. Y en algún sitio por delante de él estaban los Estados Centrales, ubicados en el corazón de la red de anillos. Los Estados acumulaban toda la energía del continente para ponerla a disposición de los magos de élite... salvo cuando los Separatistas conseguían interceptar la corriente. En teoría, los ciudadanos de los anillos pertenecían a la Liga Amprynia, pero nunca sabían quién tenía el control de los receptores y en realidad no les importaba. Mientras el maná siguiese fluyendo, nadie les molestaría.
En lo alto, el anillo guía empezó a crepitar con destellos de energía; primero lo hizo de forma intermitente y luego se volvió constante. Jace había tenido suerte. Sonrió y rebuscó en su zurrón, donde había guardado algunos trozos de empanada de carne por si lo mandasen a la cama sin cenar. Tengo comida y un espectáculo.
El viento le llevó el distante sonido de las campanas que repiqueteaban por debajo. Estaba a punto de empezar. Dio un bocado a la empanada. No estaba nada mal.
Mientras comía, el anillo guía, que era más pequeño y sensible que el principal, reaccionó al pulso de maná que se avecinaba. Todos los ciudadanos del segundo turno se pusieron manos a la obra en la superficie. En el puesto de control, los supervisores midieron la intensidad del pulso y distribuyeron a los magos por diversos puntos del anillo para que estabilizasen la corriente de maná.
    
Ilustración de Jung Park
Los coordinadores del puesto de control seguramente estarían haciendo cálculos a toda velocidad con sus ecuaciones de presión manamétrica. Su anillo tenía doce nodos de control del maná, cada uno operado por seis magos, y cada pulso de maná tenía su propia presión, rotación y dinámica interna. Incluso usando tablas de referencia, el cálculo resultaría exponencialmente más complejo que el que le habían puesto en el examen, pero los supervisores sabían cómo resolverlo.
Jace comió otro poco de empanada. ¿Y si le hubiesen pedido a él que lo resolviera? ¿También descubriría que tenía la respuesta? Pensó en ello mientras masticaba. Tal vez sí. Probablemente sí. Eso creía.
El aire que había por debajo destelló con una reluciente energía blanca y azulada. La corriente de maná describió un arco por el centro del anillo, fluctuando a medida que los magos canalizaban la magia hacia los nodos de maná para alcanzar una presión estable.
Era una maravilla. Una obra maestra.
El anillo crujió y rechinó mientras la corriente se ajustaba y su poder en bruto se anclaba a la estructura física del anillo.
Ahí está el bicho raro.
Aquel pensamiento despectivo fue la única advertencia que tuvo Jace.
Se puso en pie torpemente y se giró, pero ya era demasiado tarde. Tres de sus compañeros de clase se interponían entre él y la trampilla de acceso.
    
Ilustración de Kieran Yanner
―Hola, Beleren ―dijo el más grande de los tres, llamado Tuck. Tenía catorce años y era un año mayor que Jace, una cabeza más alto y bastante más fuerte.
Los otros dos eran Caden, un chaval con la cara llena de espinillas y con tan pocas luces que incluso Tuck parecía brillante a su lado, y Jillet, una chica que tenía más dominados a Caden y Tuck de lo que ellos creían. Una vez, en primaria, Jillet había tirado a Jace escaleras abajo.
―Ya me iba a marchar ―dijo Jace intentando pasar entre Tuck y Jill.
Sin embargo, ella lo volvió a empujar para atrás.
―No seas así ―dijo Tuck―. Solo queremos disfrutar de las vistas contigo.
―Tengo que volver a casa ―se excusó Jace. Esta vez intentó rodearles, pero Tuck levantó el brazo rápidamente y lo sujetó por el hombro.
―Quédate a charlar un rato. El profesor dice que eres un tramposo, pero no lo eres, ¿verdad?
Jace se revolvió para intentar librarse de Tuck, pero no se atrevió a ponerle la mano encima.
―Eres peor que un tramposo ―afirmó Tuck―. Eres un bicho raro.
Empezó a apretar aún más fuerte el hombro de Jace.
―Un sabelotodo y un creído.
Tuck siguió apretando. Jace se quedó mirando al suelo, incapaz de apartarse.
―Vale ―dijo―. Como queráis.
―Dilo ―ordenó Tuck. Estaba sonriendo con maldad.
―Soy un bicho raro ―susurró Jace.
Tuck tiró de él.
―¿Qué has dicho? No te he oído bien. Caden, ¿tú te has enterado?
―No he oído ni pío ―respondió Caden.
―Soy un bicho raro ―dijo Jace más alto que antes.
―¿Lo veis, chicos? ―intervino Jill―. Os dije que el bicho raro sabía lo que es.
―Pues sí, ¿y qué hacemos con los bichos raros? ―se burló Tuck.
Le pegó un puñetazo a Jace en el estómago, con fuerza. Jace cayó al suelo sobre brazos y rodillas... y se adentró en los pasillos cortos y enrevesados de la mente de Tuck.
―Debía de darte mucho miedo... ―masculló Jace hacia el suelo oxidado.
―¿Cómo dices? ―Tuck lo levantó de un tirón.
―Digo que debía de darte mucho miedo.
―¿El qué? ―Tuck dejó de sonreír.
―Esperar a que él volviese a casa...
―¿Quién? ―preguntó Jill.
―Sabiendo que estaba borracho ―continuó Jace―. Y que iba a pegarte otra vez.
―Cierra el pico ―gruñó Tuck. Agarró a Jace por el cuello.
―Fingías que dormías... ―dijo con voz entrecortada―. Tenías tu pequeño cuchillo contigo, escondido bajo la almohada. Y siempre...
―¡Que te calles! ―gritó Tuck. Apretó con más fuerza.
―Siempre... t-te decías... que le plantarías cara... ―La vista de Jace empezó a nublarse. Se vio a sí mismo desde los ojos de Tuck, con aspecto borroso.
―¿Tuck? ―dijo Caden.
―Pero nunca lo hacías... ―susurró Jace.
¡Calla! Tuck empujó a Jace, que resbaló por el techo liso y frío del anillo mágico... directo hacia el borde.
Braceó para intentar frenar el descenso, pero no tenía nada a lo que sujetarse. Resbaló por el borde del techo y estiró una mano para agarrarse a él. Se quedó colgando. Sus pies buscaron apoyo, pero no encontraron más que aire, y su mano se tensó al instante.
El viento silbaba.
La corriente de maná zumbaba por debajo de Jace. No quería ni imaginar lo que sucedería si cayese en ella. Era el potencial de maná de cientos de acres de territorio, capturado y canalizado en un único rayo... Probablemente acabaría vaporizado.
Le temblaron los dedos.
Levantó la otra mano para sostenerse, pero el borde era un saliente. No tenía ningún punto de apoyo. Necesitaba ayuda.
Tuck se asomó por el borde; su rostro era una máscara de ira y dolor.
―Nadie sabe eso ―siseó―. Nadie. No desde que ese cabrón murió.
―¡Tuck, se va a caer! ―chilló Caden.
Jace sintió calambres por todo el brazo. Empezaban a fallarle las fuerzas.
―¿Prefieres que siga metiéndose en tu cabeza? ―preguntó Tuck―. ¿Que le cuente a Jilly lo que dices a sus espaldas?
―¡¿Cómo?! ―chilló Jill.
―¡Cállate, Tuck! ―exclamó Caden.
―Ahora sabes cómo me siento. ―Tuck miró a Jace desde arriba. Tenía una mirada de rabia―. Se acabó, Beleren.
Levantó un pie.
¡Ayúdame!
La perspectiva de Jace cambió de repente. Ahora estaba viéndose a sí mismo y a Tuck desde los ojos de Caden.
La mano de Caden se movió. Jace la había movido. No sabía cómo ni por qué ni qué estaba viendo Caden. Tampoco le importaba.

Ilustración de Kieran Yanner
Con Caden bajo su control, Jace agarró a Tuck por el hombro, lo apartó del borde y luego se tendió una mano a sí mismo.
Qué pequeño parecía, colgado desesperadamente sobre la corriente de maná. Qué vulnerable parecía. Cómo lo odiaba.
De vuelta en su propia cabeza, Jace agarró la mano de Caden y trepó al techo.
Se puso de pie en suelo firme, pero seguía temblando. Aún no se creía que siguiese vivo. Miró a sus tres compañeros de clase.
Caden se tambaleaba ligeramente y sus ojos brillaban con una energía azulada. Tuck estaba rojo de ira. Jill tenía los ojos como platos.
El resplandor de los ojos de Caden desapareció, pero la mirada se le quedó en blanco y el chico se desplomó en el suelo.
Jace se alejó corriendo de las caras horrorizadas de Jill y Tuck, del vacío en la mente de Caden, de las escaleras y de todo. Corrió sin rumbo. Solo quería marcharse de allí.
Estaba decidido a hacerlo.
Había guardado todas sus pertenencias en una pequeña mochila y la había dejado junto a la cama. No había gran cosa en ella: unas pocas mudas de ropa, un diario y algo de carne deshidratada. Solo faltaba esperar a que cayera la noche.
Alguien llamó a la puerta de la habitación.
Había pasado un día y medio y apenas había salido para ocuparse de las necesidades. Su madre le dejaba comida en la puerta de vez en cuando, pero hasta ahora había tenido la decencia de no intentar hablar con él. Su padre lo había intentado al principio, hasta que Jace agotó su paciencia.
―Vete ―pidió Jace―. He dicho que no quiero hablarlo.
En su habitación, casi era capaz de olvidarse del resto del mundo. Desde allí rozaba las mentes de sus padres, los vecinos y los magos eólicos que pasaban cerca, pero solo percibía sensaciones, en vez de pensamientos coherentes.
―Jace, soy mamá ―oyó desde el otro lado de la puerta―. Estoy muy preocupada.
También estaba muy cerca, lo bastante como para leer su mente si quisiese. No lo hizo. No quería volver a entrar en la mente de nadie nunca más. No quería desenterrar secretos oscuros, no quería controlar ni manipular a la gente y, sobre todo, no quería volver a verse a sí mismo desde los ojos de otros: pequeño, extraño y vulnerable.
―Vale... ―dijo―. Entra.
Su madre entreabrió la puerta y le sonrió antes de pasar. Sin oír sus pensamientos, no podía distinguir si era una sonrisa sincera o forzada. No era capaz de distinguir muchas cosas.
Se sentó en la cama junto a él y miró la mochila que había preparado, pero no dijo nada. Ranna Beleren era sanadora y siempre estaba localizable para atender urgencias. Tenía la paciencia compasiva de alguien que había visto situaciones muy graves, pero sabía que todo dolor es real.
―¿Qué te han dicho? ―preguntó Jace.
―Prefiero que me lo expliques tú.
―Tuck intentó matarme. ¿Mencionaron eso?
Ella negó con la cabeza.
―Volvieron a pegarme ―continuó―. No sabía qué hacer y... no sé qué hice. Me... imaginé un secreto de Tuck y empecé a hablar.
―Él dice que leíste su mente.
―No sé cómo lo hago ―explicó abrazándose las rodillas―. Puedo oír qué piensan los demás... A veces ni siquiera sé si los pensamientos son suyos o míos.
―¿Eres un telépata? ―preguntó su madre, que se irguió ante aquella sorpresa.
Jace notó que la mente de ella se estaba acelerando. Quería saber qué pensaba, pero se contuvo. Podía esperar.
―Eres un telépata. ―Esta vez no lo preguntó, sino que lo afirmó―. Mi niño, el que aprendía todo enseguida... El que siempre sabía cuándo abrazar a su madre y darle cariño. Mi niño es un telépata ―dijo con una sonrisa.
―¿Tú no crees que soy un bicho raro?
―Para mí eres perfecto y siempre te querré. Siempre.
Jace supo que aquello era verdad, aunque no podía decir si lo había intuido gracias a sus habilidades o no.
―¿Cómo está Caden? ―preguntó a su madre―. ¿Sabes algo?
―Sigue inconsciente ―respondió ella apretando los labios―. Los sanadores no saben qué hacer.
―No quería hacerle daño... ―balbució Jace.
―Lo sé.
Jace entró a la sala de estar frotándose los ojos. Tenía el desayuno en la mesa, frío.
Después de hablar con su madre, había decidido quedarse un poco más y esperar a ver si las cosas mejoraban. A veces salía de la habitación y comía con sus padres, aunque el ambiente era silencioso y tenso. Su padre y él apenas cruzaban palabra y a Jace ni se le pasaba por la cabeza salir del apartamento. Llevaban tres días así.
Después de devorar tres salchichas grasientas y la mitad de los huevos cocidos, se dio cuenta de que sus padres le esperaban de pie en la entrada. Él irradiaba impaciencia; ella, preocupación.
Se arregló el pelo medio inconscientemente y se giró hacia ellos―. ¿Qué ocurre?
Su padre abrió la boca, pero su madre se anticipó―. Ha venido alguien a verte. Alguien que puede ayudar.
Jace miró alrededor.
―Está fuera, en la plataforma de observación ―aclaró su padre―. Es demasiado grande para esta casa.
Jace resistió el impulso de entrar en la mente de su padre para descubrir quién sería capaz de ayudarle, pero no de entrar en el apartamento. Aun así, recibió sin querer algunos atisbos de los pensamientos de sus padres y retazos de las sensaciones de los transeúntes. No había utilizado adrede sus habilidades desde el accidente y quería seguir evitándolo.
―¿Quién es?
―Un árbitro ―explicó su padre―. Su trabajo es negociar el fin de la guerra, pero también es... un mago, como tú. Sabe cómo... cómo...
―Sabe cómo ayudarte a controlar tus habilidades ―terminó su madre.
Los demás jóvenes estaban en clase, así que al menos ellos no estaban allí para ver a Jace y a sus padres marchándose hacia la plataforma de observación. Sin embargo, parecía que todo el cruce de Silmot se hubiese hecho eco de la noticia. Mientras subían las escaleras, la gente se quedaba mirando, se marchaba corriendo o susurraba cosas tapándose la boca.
Como si eso fuese a detenerme.
No le odiaban: le tenían miedo. Y había motivos, ¿o acaso no? Había hurgado en los recuerdos de Tuck solo para descubrir la forma de hacerle daño y, cuando su vida estuvo en peligro, no había dudado en introducirse en la cabeza de Caden.
Sus padres y él empezaron a subir el último tramo de escaleras para llegar a la plataforma de observación: una sección anular con una parte abierta y un conjunto de barandillas. Cuando llegaron, encontraron a una esfinge descansando sobre los cuartos traseros.
    
Ilustración de Slawomir Maniak
La esfinge era imponente al lado de Jace. Tenía un rostro majestuoso, una barba elegante, zarpas inmensas y un elaborado manto de oro y plata; sus alas con plumas estaban plegadas en el lomo.
―Me llamo Alhammarret. Y tú, Jace Beleren, eres un mago mental con un talento fuera de lo común.
Jace estaba seguro de que aquello no lo había pensado él.
―¿Cómo ha...?
―Si puedes, responde de forma acorde, por favor ―dijo la voz retumbante en su cabeza.
―¿Así? ―pensó Jace.
―Efectivamente.
―¿Dice usted que soy un "mago mental"? ―preguntó Jace―. ¿Los magos no lanzan hechizos? Yo no conozco ninguno.
―Y aun así, eres capaz de utilizar la magia ―explicó Alhammarret―. Has aprendido hechizos por intuición, en lugar de haberlos estudiado.
―Entonces, si estoy usando hechizos... ¿Usted ha venido para que deje de hacerlo?
Alhammarret sonrió―. No. Quiero entrenarte, para que no debas hacerlo sin ayuda.
―¿Entrenarme dónde? ―Jace volvió la vista hacia sus padres―. ¿Aquí?
―No ―respondió la esfinge―. La posibilidad de instruir a un mago mental prometedor es inusual, pero no tanto como para que ignore mis otros quehaceres. Me acompañarías como aprendiz.
―¿Cuánto tiempo?
―Años.
Las miradas de sospecha, los susurros, el miedo... Podía dejar atrás todo aquello... si también renunciase al cariño y el apoyo de sus padres.
―¿Saben lo que me está proponiendo? ―preguntó.
―Sí, he hablado con ellos al respecto. Quieren lo mejor para ti, que en este caso es abandonar esta humilde provincia para desarrollar tu verdadero potencial. Tienes un don extraordinario. No lo desperdicies aquí.
Jace volvió a mirar a sus padres. Su madre asintió para animarle. Su padre debía de alegrarse por él. Los estudios pueden sacarte de aquí.
Jace ni siquiera se volvió hacia Alhammarret.
―Estoy listo ―dijo.
Cuando terminó de recoger sus cosas y despedirse, Alhammarret se agazapó y asintió para indicar a Jace subiese a su lomo. Jace trepó y aseguró las piernas contra el manto plateado, esperando que aquel fuese su propósito.
Bajó la vista hacia sus padres y la multitud que se había formado. Tuck y Jill estaban allí y lo miraban con expresión seria. La gente del cruce de Silmot ya le parecía pequeña y distante.
―Volveré, os lo prometo―aseguró a sus padres.
Luego miró a Tuck a los ojos―. Y si tú haces daño a mi familia, haré trizas tu mente, recuerdo a recuerdo.
Tuck se estremeció.
Sus padres le dijeron adiós con la mano. Alhammarret se levantó, se estiró y saltó de la plataforma de observación.
¡Estaban volando! Ya lo había hecho un par de veces con los magos eólicos, pero no había ni punto de comparación. Ganaron altitud por encima del paisaje y se alejaron de los anillos mágicos en una dirección que Jace no se molestó en recordar. Su hogar desde hacía trece años se volvió pequeño, luego diminuto y finalmente desapareció.
―Eso ha sido un gesto desagradable ―lo amonestó Alhammarret.
Jace se avergonzó.
―¿Lo ha...? ―Se detuvo. Alhammarret no le había dado permiso para hablar con normalidad; además, el viento hacía imposible comunicarse oralmente―. ¿Lo ha oído?
―Por supuesto ―confirmó Alhammarret―. Esto es algo a lo que debes adaptarte. Hasta ahora has sido, a efectos prácticos, el único mago mental del mundo. Nunca te has detenido a reflexionar lo que supondría conocer a otro telépata.
―Lo recordaré ―dijo Jace.
―Te enseñaré a controlar tus poderes. Te ayudaré a desarrollarlos, a lograr hazañas telepáticas con las que nunca has soñado, a obtener información oculta... y a lograr todo eso sin perjudicar a nadie. Si utilizas tu don intencionadamente para causar daño, pondré fin a la tutela... y tal vez, dependiendo de la gravedad del daño, a tu vida. ¿Lo has comprendido?
―Perfectamente ―aseguró Jace―. Solo estaba intentando darle miedo.
―Has de ser cauto con ese tipo de decisiones ―le aconsejó la esfinge―. Con el tiempo, te volverás más temible de lo que imaginas. Y el temor, una vez que se ha inspirado, raramente desaparece.
Volaron en silencio durante un tiempo. El paisaje que sobrevolaban había cambiado; las altas estepas habían dado paso a praderas ondulantes y extensas ciénagas que aparentaban tener poca profundidad. Solo le resultaban familiares los diversos anillos mágicos, que estaban separados por decenas de kilómetros.
―Este territorio es de los Separatistas, ¿no? ―preguntó Jace.
―Así es, los trovianos gobiernan estas tierras. "Separatistas" es un término cargado de connotaciones políticas.
―¿Y usted es un árbitro?
―Lo soy ―ratificó Alhammarret―. ¿Te preguntas por qué continúa la guerra?
Jace se quedó de piedra. Aquella iba a ser su siguiente pregunta. ¡Qué ganas tenía de convertirse en un gran mago mental!
―El conflicto perdura desde hace una generación ―explicó Alhammarret―. Los árbitros negocian la paz cada pocos años, cuando ambos bandos están lo bastante exhaustos como para desearla. No obstante, uno de ellos siempre rompe la tregua y la guerra estalla de nuevo. Ya ni siquiera nos molestamos en lograr una paz permanente: es más sencillo y justo que ambos bandos sepan desde el principio que las hostilidades pueden reanudarse.
―¿Por qué no dejar que gane un bando? ―quiso saber Jace.
―Los amprynios y los trovianos luchan por controlar el Núcleo ―argumentó la esfinge―. Sin embargo, solo una de las facciones puede controlarlo y beneficiarse de la red de anillos mágicos. ¿Sabes por qué los anillos nunca sufren daños mayores? ¿Por qué los trovianos no los destruyen cuando los amprynios controlan el Núcleo y negarles así su fuente de poder?
Jace nunca se lo había planteado―. Porque... Porque creen que podrán recuperar el Núcleo y quieren que los anillos mágicos estén intactos cuando ellos puedan utilizarlos.
―Exacto ―dijo Alhammarret―. Mientras los dos bandos consideren que pueden imponerse, ese equilibrio se mantendrá y los anillos mágicos seguirán intactos. Las ciudades se abandonan, en vez de quedar reducidas a escombros. Se renuncia a controlar los caminos y los puentes, con el propósito de recuperarlos más adelante. Si eso cambiase, es decir, si algún bando se viese en peligro existencial, lo destruiría todo al retirarse, con tal de negárselo al otro. La civilización de Vryn podría tardar siglos en recuperarse, si es que lograse hacerlo.
Jace sintió un repentino ataque de vértigo.
―Eso es lo que los árbitros tratamos de prevenir, no la mera pérdida de vidas ―razonó Alhammarret―. Aun así, las cosas son más complicadas de lo que aparentan, como suele suceder.
Se detuvieron para pernoctar y Alhammarret les procuró alojamiento en los confines neutrales de un anillo mágico. Aquel era distinto del anillo natal de Jace: era más grande y lo habían reparado hacía poco. Puede que ningún bando pretendiera destruirlos, pero era inevitable que se produjesen daños colaterales.
Después de unos pocos días, llegaron a su destino: una pared de roca que se alzaba sobre las llanuras. Alhammarret voló hacia lo alto batiendo sus poderosas alas. Aterrizó en una plataforma espaciosa, agitó las alas y se agazapó para que Jace pudiese bajar.
―Bienvenido a tu hogar, Jace Beleren.
Un hogarEsperaba que aquel lugar pudiese llegar a serlo.
Jace se encontraba al pie del último tramo de escaleras.
Había pasado dos años como aprendiz de la esfinge, descubriendo las capacidades (y los límites) de su mente. Tenía quince años y era más alto, listo y poderoso que nunca. Podía extraer secretos militares de la mente de un guardia dormido sin aprender ni un detalle acerca de su familia y era capaz de nublar juicios y alterar ideas sin provocar daño alguno. Esperaba que sus padres estuviesen orgullosos de él. Aunque su entrenamiento se había centrado en la telepatía, Alhammarret no había ignorado otras disciplinas mágicas y Jace se había convertido en un ilusionista prometedor.
Al principio pensaba que su formación consistiría principalmente en asistir a negociaciones y aprender lo que pudiese leyendo las mentes de los embajadores. Y sí, había acompañado a Alhammarret a las reuniones y la esfinge solía preguntarle qué había aprendido con los pensamientos de los negociadores, que nunca eran interesantes. Cuando empezó a instruirse, había preguntado a su maestro por qué parlamentaban los bandos enemigos delante de un telépata.
―Para asegurarse de que el otro bando no intente engañarles ―le había explicado Alhammarret con un brillo en los ojos―. Hace mucho tiempo que aprendieron a no enviar diplomáticos que sepan algo que no deba decirse en alto.
Había pasado muchísimas horas estudiando teorías mágicas en la biblioteca de la esfinge, realizando duelos mentales de práctica en la plataforma de aterrizaje y resolviendo una plétora constante de preguntas, enigmas, pruebas de conocimientos y exámenes. Se había enfrentado a numerosos laberintos y códigos, había atendido a visitantes reales e ilusorios e incluso había tenido que sortear algunas trampas. Y a pesar de todo aquello, Jace no podía leer lo más mínimo a Alhammarret. Por primera vez en su vida, había tenido que esforzarse en los estudios. Una vez, incluso se había desmayado durante un entrenamiento de ilusionismo en el que sus propias ilusiones abrumaron su mente, por lo reales que parecían.
    
Ilustración de Yohann Schepacz
Hacía algunos meses que Alhammarret había empezado a enviarle a distintos lugares para reunir información. La esfinge decía que eran "misiones de entrenamiento", pero eran totalmente reales. Al amparo de la noche y sus ilusiones, Jace tenía que infiltrarse en campamentos de los dos bandos enfrentados. Una vez allí, utilizaba la telepatía o sus dotes mundanas para averiguar los planes de batalla del ejército y regresar con ellos junto a Alhammarret.
Jace había protestado al principio, pero la información que obtenía en aquellas misiones ayudaba a Alhammarret a mantener la paz. A menudo, mencionar detalles estratégicos en una negociación servía para que el frente siguiese tranquilo un mes o dos más.
Por fin, bajo la tutela de Alhammarret, Jace estaba utilizando sus habilidades para ayudar al prójimo. Y su misión más reciente había ido especialmente bien.
Subió los escalones y entró en el estudio de Alhammarret.
La esfinge estaba observando el exterior por la gran ventana circular. No se giró hacia Jace cuando entró. Rara era la ocasión en la que se miraban a los ojos y, a veces, incluso hablaban desde estancias distintas, aunque el alcance de Jace seguía siendo mucho más limitado que el de su maestro.
―Bienvenido ―lo saludó Alhammarret―. ¿Qué has aprendido?
Jace no podía leer la mente de Alhammarret y, por cortesía, él no leía la suya sin permiso, excepto cuando entrenaban la protección mental. Jace ya no estaba indefenso, pero su mentor seguía siendo capaz de atravesar sus barreras sin esfuerzo.
Jace respondió ofreciendo un conjunto específico de recuerdos al escrutinio de Alhammarret. Leyendo a un oficial separatista de alto rango, había descubierto que los trovianos planeaban lanzar una ofensiva sorpresa antes de la primavera. Pretendían cruzar las ciénagas de la Escarcha antes del deshielo y poner rumbo hacia el Núcleo amprynio. Aquella campaña sería devastadora para ambos bandos, ya que la contienda llegaría a territorios civiles que nunca habían sufrido el conflicto y los amprynios podrían perder el control de los Estados Centrales. Jace había averiguado todo aquello sin que los trovianos supiesen quién era ni qué información había extraído.
    
Ilustración de Cynthia Sheppard
―Una labor excelente ―lo alabó Alhammarret―. Intuyo que el rostro del embajador troviano será... gratificante cuando mencione esto en la próxima negociación.
La esfinge se giró y bajó caminando por los peldaños curvos, pasando junto a Jace―. Ven,quiero revisar los mapas y señalar las rutas exactas mientras tengas la mente fresca.
Llegaron a una sala que no tenía comparación posible con la humilde biblioteca del cruce de Silmot, con su colección de manoseados manuales sobre dinámica del maná, sus libros de historia obsoletos y su limitado repertorio de narrativa de ficción de escasa calidad. Alhammarret no tenía libros, sino estanterías con esferas cristalinas. Las grandes zarpas de la esfinge no le permitían leer libros ni pasar páginas, pero su biblioteca contenía más información que todo un anillo mágico repleto de libros.
Alhammarret operó una serie de enormes pedales como si estuviese tocando un órgano y alineó una de las esferas de datos con el proyector. Un mapa de las ciénagas de la Escarcha se manifestó en el centro de la biblioteca.
Jace dibujó ilusiones en él para mostrar los planes del ejército. Su mente empezó a divagar mientras tanto.
No cabía duda de que estaba volviéndose más poderoso. Había tenido que luchar para marcharse del campamento troviano, pero no dejó ni rastro de sí. Había conseguido lo que necesitaba y nadie se acordaba de él ni había sufrido daños permanentes. Le habría resultado imposible llevar a cabo una operación así hacía apenas unos meses. Pronto sería un mejor mago mental que...
La esfinge estaba distraída desplegando más mapas y estudiando las rutas del ejército troviano que Jace marcaba en ellos.
Hacía mucho tiempo que no se ponía a prueba contra las defensas de Alhammarret.
Seguro que se daría cuenta. Su mentor siempre sabía cuándo intentaba leerle la mente. Jace podría argumentar, y con razón, que aquello formaba parte de su entrenamiento: solo estaba intentando juzgar el momento en el que su objetivo había bajado la guardia.
Echó un vistazo en la mente de Alhammarret.
Los pensamientos de la esfinge eran complejos y poderosos; leerlos era como sentir el embate de un ciclón de fuerza mental. Las breves incursiones de Jace siempre habían chocado contra él como si fuese un muro. Sin embargo, esta vez se esforzó para adentrarse en el viento...
Un torrente de sensaciones y recuerdos se apoderó de él.
Estaba viéndose a sí mismo practicando ilusiones y concentrándose para controlar unas pocas luces y sonidos. Parecía tan joven...
Entonces ocurrió algo inesperado. Una energía azulada y blanca brilló en sus ojos. Las ilusiones dieron vueltas a su alrededor, cada vez más rápido.
Y de pronto
empezó
a desaparecer...
Jace se desvaneció completamente en el remolino de ilusiones.
    
Ilustración de Ryan Barger
Alhammarret extendió un zarcillo de éter hacia el vacío entre los mundos (¡mundos!) y rescató al chico.
Planeswalker.
Jace recuperó el conocimiento. Se levantó. Preguntó qué había pasado.
Y Alhammarret borró de la memoria del joven el recuerdo de aquel incidente.
La biblioteca. Sus propios ojos. El auténtico Alhammarret lo observaba con una mirada perspicaz.
―¿Jace?
―Enseguida termino ―respondió mientras iluminaba otra sección del mapa―. Lo siento.
―Estás agotado ―dijo Alhammarret―. No te excedas. Ve a descansar.
Jace entró en su habitación y cerró la puerta sin intención de volver a salir. Alhammarret podría descubrir lo que había sucedido. Si no lo había hecho ya. ¿Cuánto tiempo tardaría en volver a borrar los recuerdos de Jace? ¿Lo habría hecho otras veces? ¿Acaso habría forma de saberlo?
Planeswalker.
Significase lo que significase, Alhammarret parecía pensar que Jace era uno. Que había mundos más allá de Vryn. Que Jace podía viajar entre ellos.
Lo intentó, pero no sucedió nada.
Se había convertido en Planeswalker y se había desvanecido en el éter. A pesar de ello, sin el recuerdo de aquel instante... ¿podría volver a lograrlo?
Alhammarret quería lo mejor para él. Algún día, seguro que la anciana esfinge le contaría la verdad y pediría perdón por haberla ocultado; le explicaría que aún no estaba preparado. Incluso por puro interés propio, Alhammarret debería apreciar el hecho de tener a un Planeswalker como aprendiz.
Mientras Jace conservase aquella información en la cabeza, su maestro podría leerla. Y si lo hiciese, borraría de nuevo sus recuerdos y Jace perdería su única ocasión de descubrir la verdad. Tenía que proteger su mente. Sin embargo, alterar su comportamiento habitual levantaría sospechas, las sospechas llevarían al escrutinio y el escrutinio revelaría su secreto.
Sacó una hoja de papel del escritorio y describió todo lo que había visto y cómo lo había descubierto, escribiendo con letra minúscula y apretada que la esfinge quizá no podría leer ni aunque encontrase el recordatorio. Procuró incluir todos los detalles que pudo y se dejó una advertencia sobre lo que pasaría si Alhammarret descubriese lo que había ocurrido. Cuando terminó, anotó la fecha en el margen superior, dobló la hoja con cuidado y la guardó en el cajón.
Luego, despacio y con sumo cuidado, Jace se hizo olvidar lo que había visto, lo que había escrito y lo que acababa de hacerse a sí mismo.
Tenía dolor de cabeza.
Encontró el papel muchas veces durante las semanas siguientes. Cada vez que lo hacía, se sentía furioso. Siempre se preguntaba qué hacer... Y siempre borraba sus propios recuerdos para que Alhammarret no los descubriese.
Su nueva misión le había llevado al campamento amprynio.
Los soldados estaban haciendo instrucción. Evitarlos en momentos así era como pasar por delante de una estatua: solo tenía que entrar en una mente, aprender la ruta de las patrullas y elegir por dónde infiltrarse.
Había más soldados de los que esperaba; eran demasiados para un puesto de mando tan pequeño. Allí tenía que haber alguien importante.
Aquello representaba más riesgo. Debería volver junto a Alhammarret e intentarlo en otro momento.
Pero también representaba más información, ¿no?
Echó un vistazo en las mentes de algunos soldados y encontró a su objetivo. Un general había acudido al frente; era un veterano de guerra curtido y condecorado. Había traído consigo dos batallones de guardias de élite y dos de ellos estaban apostados en la entrada de su tienda de campaña.
Al abrigo de la noche y con las lámparas de la tienda aún encendidas, Jace se coló entre los dos guardias que acababan de adormecerse.

Ilustración de Cynthia Sheppard
Había tres personas en el interior. Jace sumió a dos de ellos en un sueño y se giró hacia el líder, que abrió la boca para alertar a los guardias. Sin embargo, no emitió sonido alguno.
―Hola, general ―dijo Jace―. Solo tardaré un momento.
Y se zambulló en su mente.
Era un hombre con una voluntad firme y opuso cierta resistencia a la intrusión de Jace, pero no era un mago mental ni tenía habilidades mágicas. Jace superó sus defensas naturales y observó...
El plan de batalla troviano para la venidera campaña flotaba ante él en un mapa ilusorio que mostraba la región hasta el más mínimo detalle. Era una estrategia audaz... y tendría éxito si no se adoptasen las contramedidas necesarias.
―¿Seguro que esto es auténtico? ―preguntó.
―Desde luego ―respondió el encapuchado―. ¿Nuestra fuente os ha engañado alguna vez?
―No, nunca ―dijo―. Y estoy seguro de que tampoco engaña a los renegados.
―Por supuesto ―confirmó el desconocido―. Cuando negocias con información, la reputación lo es todo.
―Por supuesto ―ironizó.
El hombre encapuchado (que en realidad debía de ser un crío larguirucho y arrogante) sabía mucho más de lo que estaba dispuesto a revelar... Como la identidad de su fuente. Por el bien de Ampryn, lo mejor sería apresar a aquel joven, torturarlo para que cantase el nombre del informador y...
―Eso no servirá de nada ―dijo el chico―. Él no me dice gran cosa. ―Los ojos del joven centelleaban bajo la capucha.
―Vale... ―aceptó―. Toma tu pago y márchate. Y dile a tu informador que habrá más si puede proporcionarnos nuevos detalles.
―Se lo haré saber ―respondió el crío. Guardó el dinero en el zurrón y, cuando se dio la vuelta para irse, reveló su perfil por un breve instante...
Jace oyó vagamente el griterío del mundo exterior. Había tardado demasiado.
Estaba atrapado. Había permanecido mucho tiempo en aquella mente, en aquel recuerdo. Se había quedado atónito al ver su propia cara bajo aquella condenada capucha y descubrir aquella conversación cuyo contexto era un misterio para él.
Jace tiró...
... y salió de la mente.
El general se desplomó ante él con la mirada ausente.
Oyó pasos apresurados. La entrada de la tienda de campaña se abrió y Jace se volvió hacia ella.
Tres guardias. Hizo un gesto con la mano y varias ilusiones los asaltaron.
El general respiraba, pero su mente había quedado en blanco.
Lo siento.
Jace huyó de allí y echó a correr en medio de la noche hasta que se quedó sin fuerzas.
Cuando regresó a la guarida de Alhammarret, fue directo a su habitación y empaquetó sus pertenencias. No sabía a dónde iría, pero le daba igual.
Mientras hacía los preparativos, encontró una hoja de papel con su propia caligrafía en la que él mismo revelaba su propia naturaleza y se prevenía acerca de la falsedad de su maestro.
Otro motivo de indignación. Otra mentira.
Jace añadió algunas líneas al papel, se lo guardó en el bolsillo y se borró el recuerdo de haberlo encontrado. Quizá fuese la última vez que debía hacerlo.
Bloqueó sus pensamientos lo mejor que pudo. Si Alhammarret quería saber qué tenía en mente, tendría que entrar en ella por la fuerza.
Comprobó la biblioteca y el estudio. No había nadie.
Podía marcharse. No quería seguir siendo un peón en los planes de la esfinge.
Pero tenía algo que averiguar.
Subió hasta la plataforma de aterrizaje. Allí estaba su maestro, aguardándole sentado sobre los cuartos traseros.
―Bienvenido ―lo saludó Alhammarret―. ¿Qué has aprendido?
―Dímelo tú ―le espetó Jace. Utilizó la voz para no ofrecer a la esfinge la más mínima vía de entrada. Luego preparó todas las defensas mentales que conocía.
―Mm... ―caviló Alhammarret―. Intuyo que has descubierto algo que no es de tu agrado. ―La voz sonaba más alta que antes y denotaba insistencia.
―No me digas ―volvió a hablar Jace―. Hace tiempo que no practicamos el combate mental, ¿verdad?
―Muy cierto. Ahora eres más poderoso. Podrías hacerte daño.
―O podría hacerte daño a ti.
―Me parece poco probable ―respondió la esfinge.
―Pero ¿y si cayese en manos de un mago mental enemigo? Tú y yo no podemos ser los únicos, ¿verdad? Ponme a prueba. Ayúdame a encontrar mis límites. Arráncame la información.
Alhammarret se levantó y el poder desatado de su mente alcanzó a Jace como si fuese un frente de tormenta.
Ilustración de Lin Yan
Jace pensaba que notaría una invasión, una fuerza ajena tratando de entrar en él. Lo que sintió fue una presencia abrumadora, un torrente de pensamientos y sensaciones que envolvía a los suyos. Alhammarret podía hacer añicos la mente de Jace, pero para lograrlo, antes tenía que leerla. En cuanto lo hizo, Jace respondió de la misma forma. Por fin descubrió la verdad sobre los dos últimos años y vio el peligroso abismo sobre el que había estado colgando todo aquel tiempo.
Alhammarret había engañado a Jace. Le había utilizado como intermediario para obtener información, transmitirla y conseguir más detalles durante las entregas. Y siempre borraba los recuerdos de Jace para quedarse los pagos y hacer que la guerra continuase. Si tu negocio consiste en negociar la paz, ¿cómo podrías seguir lucrándote si realmente la consiguieses?
Alhammarret también lo descubrió todo y se adentró en los recovecos de la mente de Jace para deshacerse de los recuerdos peligrosos e intentar conservar aquel recurso tan útil. Si no lo consiguiese, estaba decidido a destruirlo.
Jace atacó primero.
Alhammarret era más poderoso, pero allí, en la mente del joven, también era vulnerable si Jace estaba dispuesto a dañar su propia mente. Y Alhammarret era demasiado arrogante y cobarde como para tener en cuenta aquella posibilidad.
Jace sintió que se precipitaba hacia atrás, hacia arriba, hacia el exterior. No recordaba su hogar... ni el rostro de su madre... ni el sonido de su propio nombre. Sin embargo, la esfinge salió peor parada.
Alhammarret olvidó cómo respirar.
Se desplomó hacia delante y se quedó sin aire. El contorno de su cabeza fue lo último que vio el Planeswalker antes de romperse
en
pedazos
y
caminar...
    
Ilustración de Eric Deschamps

Rávnica

Cayó al suelo de espaldas, con fuerza. Había claridad. Y ruido. Y bullicio.
Tenía dolor de cabeza.
Las siluetas que se movían a su alrededor se convirtieron en personas; los sonidos, en voces; y el dolor de cabeza, en pensamientos que no eran suyos.
―Aparta de ahí ―dijo una voz mientras su propietario daba un rodeo para esquivarle.
Habría que denunciarte a los boros por teleportarte al tuntún.
¿Los boros?
―¡Quítate de en medio! ―gritó otra voz, y levantó la vista justo a tiempo para rodar y esquivar una carreta tirada por una especie de bestia lanuda con amplios cuernos curvos.
Ha salido de la nada. Un pobre sujeto de prueba de los ízzet, seguro.
Se levantó con dificultad. La gente se quedó mirándole. Su aspecto era tan malo como él se sentía por dentro; estaba sudando, pálido y sucio. Se tapó la cara con la bufanda y se apartó corriendo hacia el lado de la vía.
No soy un sujeto de prueba. Soy... Soy...
No sé quién soy.
Maldita sea... Ya pensaré en eso. Aquí corro peligro.
Caminó lo más rápido que pudo sin parecer alarmado. Leyó con cuidado las mentes de los alrededores. Era una sensación cacofónica, una maraña laberíntica de voces, y la mitad de ellas ni siquiera eran humanas.
Vagabundo. Ladrón. Pobre chaval. Desgraciado.
El dolor de cabeza iba a peor.
Aun así, logró atar algunos cabos por lo que había descubierto en el estruendo de pensamientos. Estaba en el distrito textil y sus vestimentas (ropa del anillo, dijo algo en el fondo de su mente) parecían harapos en comparación. Pronto iba a tener lugar una fiesta conocida como el Rauck-Chauv. Un colectivo conocido como los "orzhov" parecía ser el dueño de aquella zona, o ejercía control político, o algo por el estilo. Había cientos de mentes, pero ninguna pensaba en algo ajeno a la ciudad. Qué raro le parecía. A lo mejor era la forma de ser de los urbanitas.
Descubrió que había al menos dos agencias del orden independientes y procuró que no le encontrasen. Necesitaba un lugar donde llamase menos la atención. Se guio por los pensamientos más sospechosos y mezquinos, los de la gente que vestía de forma más parecida a la suya, y los siguió como si fuese un hilo.
Diez minutos más tarde, llegó a un lugar muy diferente. Estaba en un distrito donde los callejones eran más estrechos y las sombras, más oscuras. En aquel sitio, todos iban a lo suyo.
Continuó caminando mientras permanecía atento al peligro y leía las mentes cercanas en busca de cualquier dato que pudiese servirle de ayuda.
Finalmente, encontró lo que buscaba en la mente de una niña hambrienta y sucia, que atesoraba un nombre:
Emmara Tandris.
Aquella mujer daba cobijo a los desamparados. Pero ¿dónde?
Ovitzia.
Le bastaba con eso.
La puerta se abrió y reveló a una mujer escultural con largas orejas puntiagudas y ojos blancos que lucía un vestido elegante. Sus pensamientos eran laberínticos y estaban ocultos en las profundidades de su interior.
Qué hermosa es.
―Si has venido solo para admirarme, me temo que no tengo tiempo.
―¿Puedes leer mentes? ―preguntó él. Lo lamentó inmediatamente.
―No ―respondió la mujer con una sonrisa―, pero eres un adolescente.
El chico se sonrojó y, por un breve instante, se vio a través de los ojos de ella: estaba sucio, tenía un aspecto extraño y sus ojos denotaban la falta de sueño. Parecía un libro abierto.
―Soy de... ―otra ciudad, estuvo a punto de decir, pero aún no sabía si aquello tendría sentido― otro distrito. Busco un sitio donde quedarme y he oído decir que ayudas a la gente como yo.
―A veces. ¿Cómo te llamas?
Echó un vistazo entre las mentes cercanas para buscar un nombre local que no sonase sospechoso.
―Berrim ―contestó tras demorarse un poco; había tomado prestado el nombre de un sirviente que pasaba cerca―, me llamo Berrim.
Le pareció una mentira inofensiva y creyó que sería mucho mejor que contar la verdad. Por lo que sabía, incluso podía ser verdad.
―Adelante... Berrim ―dijo Emmara―. A ver si podemos conseguirte ropa nueva.
Estaba a salvo. Se había aseado. Había comido. Por fin tenía tiempo para pensar. ¿Sería capaz de recordar algo?
Dibujó ilusiones en el aire, formas aleatorias que le ayudarían a pensar: manchas, líneas y anillos.
Cruce de Silmot.
El nombre surgió de la nada, acompañado de la imagen de una enorme estructura anular. La única forma de estar seguro de que aquel recuerdo le pertenecía era que no hubiese nadie más alrededor para mostrárselo.
Una silueta cobró forma ante él: un anillo alargado, abierto por la parte inferior y con un círculo flotando en el centro. No tenía ni idea de qué representaba, si es que significaba algo.
Jace.
Me llamo Jace Beleren.
De modo que allí había algo esperando a que lo descubriese.
¿Y quién es Jace Beleren? ¿Es un buen hombre? ¿Es compasivo?
Hizo desaparecer la silueta y se quedó sentado, solo, más lejos de su hogar de lo que creía posible.
Tendría que esperar y ver qué le depararía el futuro.
    
Ilustración de Jaime Jones

Magic Wizards

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